El tipo de liderazgo ejercido por el presidente Donald Trump exhibe sus graves limitaciones ante la crisis del coronavirus que amenaza con transformar una vez más el clima político de Estados Unidos.
Estados Unidos es un país en perpetuo cambio, no siempre a mejor. Durante los últimos diez días –a partir de la confirmación de coronavirus en los cincuenta Estados de la Unión más el Distrito de Columbia– esa querencia hacia la geografía variable se ha vuelto a materializar con creces. La actual sobredosis de transformación a golpe de pandemia ha logrado paralizar la mayor economía del mundo, ha dividido todavía más a los americanos y ha dejado irreconocible el ciclo político que debe culminar en ocho meses con las elecciones de noviembre.
Hasta hace dos semanas, la estrategia de reelección seguida por el presidente Donald Trump se resumía en dos palabras: paz y prosperidad. En el terreno internacional, esto ha supuesto eliminar cualquier posibilidad de implicar a Estados Unidos en otro conflicto de la categoría “sin final a la vista”. De ahí, la premura de la Casa Blanca por extraer a las tropas del Pentágono de frentes tan comprometidos como Afganistán, Irán o Siria. Además del desconcertante empeño diplomático (con la excepción de China) por alcanzar entendimientos con toda clase de sátrapas y regímenes tan desagradables como peligrosos.
En lo referente a la batalla por la prosperidad, Donald Trump estaba ganando con creces. Hasta hace tan solo un par de meses, la economía de Estados Unidos funcionaba a pleno rendimiento y empleo, hasta el punto de generar su propia dosis de irracionalidad ante una exuberancia en la que tampoco se atisbaba un final a la vista. Por supuesto, la pandemia ha terminado con esa bonanza a la velocidad con la que se ha propagado el COVID-19 desde la provincia china de Hubei. Como resultado del desplome de Wall Street, los mantecosos beneficios acumulados durante toda la presidencia de Trump han desaparecido, literalmente.
Este dramático y abrupto cambio de fortuna ha servido para exhibir las limitaciones que tiene el liderazgo político ejercido por el trumpismo. Durante estos años en la Casa Blanca, el presidente se ha convertido en abanderado de la incompetencia radical y del nihilismo burocrático. En su historial se acumulan el rechazo a la ciencia, la desconfianza hacia los expertos, el desinterés por planificar a largo plazo, el gusto por las teorías conspirativas, la paranoia megalómana y el empecinamiento frente a los errores.
Todas estas mañas de Trump han sido muy efectivas ante el clima de extrema polarización política que sufre Estados Unidos. Sin embargo, frente a la crisis del coronavirus –que el presidente ha intentado minimizar por activa y por pasiva– el trumpismo no parece a la altura de las circunstancias: con el peligro de convertir una gran crisis en una gran tragedia, como demuestra la insistencia interesada del presidente de acabar con la cuarentena cuanto antes para la volver a la normalidad.
La normalidad para el presidente Trump significa acabar con el confinamiento, reactivar a marchas forzadas la paralizada economía americana y generar un porcentaje suficiente de popularidad para ganar un segundo mandato. En este dilema tan inmoral, el presidente juega con sus perspectivas electorales y la salud de Estados Unidos. En contra del consejo de todos los expertos en Washington, y la amenaza más que evidente para los grupos de riesgo, Trump ha optado por colocarse a la cabeza de los más insolidarios que se niegan a quedarse en casa ni un día más.
El coronavirus también ha contagiado a las primarias del Partido Demócrata, proceso suspendido temporalmente pero con una clara ventaja para el exvicepresidente Joe Biden. Tanto la cuestionada gestión del presidente Trump como el fracaso de Bernie Sanders han inspirado interesantes analogías políticas con la famosa curva aplanada de contagio viral que apela a la responsabilidad personal para no desbordar las capacidades del sistema sanitario.
La intersección entre ciencia política y epidemiología estaría sirviendo para poner de manifiesto el declive de los virulentos outsiders que no hace tanto tiempo entusiasmaban en Estados Unidos. Si 2016 representó el gran triunfo de los populistas en la política americana, 2020 estaría sirviendo para revelar los límites de ese encanto tan tóxico. El agotamiento que se ha empezado a detectar en las urnas de las primarias demócratas afecta sobre todo a los votantes que solo quieren terminar con el trumpismo. Y para ellos, la figura de Bernie Sanders y sus promesas de radical desbarajuste suponen esencialmente un fracaso: ya sea en las elecciones de noviembre o incluso intentando gobernar en la Casa Blanca.
Por supuesto, el gran beneficiado de la curva aplanada del populismo es Joe Biden. A pesar de sus síntomas decrépitos y anodinos, en el balance cansado de las primarias demócratas el exvicepresidente consigue sumar más que restar. De otra forma, no se explica su cadena de victorias desde el supermartes hasta Florida. La inmunidad de Biden parece estar basada en un deseo compartido de estabilidad, con fuertes de dosis de escepticismo hacia otra desbordante “revolución”.