La última tierra para los apestados a los que nadie quiere. Esa es la estremecedora realidad de las cincuenta hectáreas de roca en medio del ventoso Estrecho de Long Island y a menos de un kilómetro de los pintorescos restaurantes de langosta de City Island que, de nuevo, una epidemia ha sacado a la luz. Existen diferentes teorías sobre los orígenes del nombre de la isla; según una de ellas, los cartógrafos británicos la bautizaron Heart Island, la Isla del Corazón, en 1775 debido a su forma, diluyéndose la «e» con el paso del tiempo. Nunca un topónimo fue más inadecuado, y es que es terriblemente descorazonadora la historia de esta isla de los olvidados.
Mientras que en ciudades de todo el mundo se han tenido que habilitar morgues provisionales en todo tipo de instalaciones –pistas de hielo en Madrid– para hacer frente a la espantosa e inopinada mortalidad provocada por el SARS-CoV-2, la ciudad de Nueva York dispone, trágicamente y desde hace más de un siglo, de un recurso escatológico insular. Algunos de los más de 10 000 fallecidos en esa ciudad a causa del virus, aquellos a quienes nadie ha reclamado, descansan ya en las fosas comunes de Hart Island, como lo hiciera Louisa Van Slyke en 1869, la primera inhumación en la isla, una joven de veinticuatro años que murió a causa de la tuberculosis, la temida peste blanca. Al año siguiente, cuando un brote de fiebre amarilla arrasó la ciudad, las instalaciones existentes en la isla se emplearon también para colocar en cuarentena a las personas infectadas.
Poco más de un siglo después, en el año 1985, otra enfermedad mortal atrajo nueva y dramáticamente la atención del islote. El miedo y la incertidumbre acerca del sida generó que las funerarias de la ciudad cerraran sus puertas a quienes sucumbían ante el VIH, y en los primeros días de la epidemia, diecisiete víctimas de la nueva enfermedad fueron enterradas en el extremo sur de la isla. Después llegarían muchas más, convirtiendo Hart Island en el cementerio más grande del país para víctimas del sida.
A pesar de que hay más de un millón de personas enterradas en Hart Island, lo cierto es que antes que cementerio público, fue otras muchas cosas: lugar de acantonamiento para el 31st Infantry Regiment (US Colored Troops) y campo para prisioneros confederados durante la Guerra de Secesión; en 1885 se construyó The Pavillion, una instalación que se usó como hospital psiquiátrico para mujeres, tuberculario, escuela industrial y reformatorio para menores. En los años veinte hubo incluso un proyecto inmobiliario frustrado impulsado por el especulador Salomon Riley, una suerte de Negro Coney Island, con salones de baile, ferias, hoteles y un vistoso boardwalk marítimo, llegando a adquirir sesenta vapores para la operación. Finalmente, el gobierno estatal expresó su preocupación por la proximidad a la zona recreativa diseñada tanto de la cárcel de Rikers como de un hospital, rechazando finalmente el proyecto e indemnizando a Riley con 144 000 dólares por la expropiación de los terrenos. Posteriormente se empleó la isla para instalar barracones disciplinarios durante la II Guerra Mundial; albergue para indigentes en la posguerra; centro de desintoxicación de drogodependientes adscrito a la vecina prisión de Rikers en los años sesenta y hasta un silo de misiles MIM-3 Nike Ajax en plena Guerra Fría.
Actualmente, el acceso a la isla está restringido y controlado por el Departamento Correccional y Penitenciario de Nueva York, que opera un servicio de transbordadores con frecuencia discrecional, con severas y restringidas cuotas para las visitas, practicándose las inhumaciones por internos del centro penitenciario del propio Rikers.
Desde hace unos años, funciona en este ámbito el Proyecto Hart Island, una organización pública de naturaleza benéfica cuyo objeto es mejorar tanto la política de acceso a la isla, como la simplificación de los requisitos para consultar los registros mortuorios, de forma que sea más eficaz y transparente. Incluso ha habido diversas propuestas legislativas tendentes a transferir la jurisdicción de la isla desde el Departamento de Prisiones al de Parques, y así facilitar el acceso público a Hart Island. Iniciativas, en fin, todas ellas encaminadas a mantener el recuerdo de este damasiano millón de cadáveres. Desde Hart Island, los allí enterrados nos dicen lo mismo que el espíritu del rey Hamlet le pedía a su hijo: Adieu, adieu, adieu, Remember me…