Según las últimas noticias, más de 13 millones de estadounidenses ya han mandado su voto por correo. Es posible que muchos de esos votos no sirvan, al menos para el republicanismo, y que sean cuestionados e incluso, quién sabe, llevada su validez ante Tribunal Supremo. Nada mejor que tener asegurada una mayoría conservadora en el Alto Tribunal para que se echen para atrás… Si París bien valió una misa, la presidencia de Estados Unidos también vale una elección exprés (a estas alturas, ¡a quién le importa el consenso bipartidista!). A lo que iba con el voto por correo, tras mi digresión sobre Amy Coney Barrett, es que esos estadounidenses, muchos de ellos seguro que son soldados acuartelados fuera del país (y republicanos la mayoría), probablemente no estén interesados en el segundo debate presidencial. Su voto ya no lo pueden cambiar. Como tampoco parece probable que tras el fallido primer debate –si hay estados fallidos, también hay debates fallidos– muchos americanos que tengan pensado votar el 3 de noviembre hayan decidido cambiar su voto. Cada vez queda menos para el desenlace de estas elecciones, y parece ser que lo de debatir no inclinará la balanza hacia uno u otro candidato.
Ya dije en 2016 en otro Diálogo Atlántico, cuando la superpreparada Hillary Clinton se enfrentaba al esperpéntico y sin ninguna posibilidad de triunfo Donald Trump que, descendiendo al fango, al lodazal dialéctico, era infinitamente mejor que Clinton. Y afirmé esto, a sabiendas de que la templada Hillary hizo frente a The Donald durante los tres asaltos en los que se midieron. Pero en el barro, Donald es el mejor. Y, si en aquellas elecciones, Trump se merendó a Hillary en los debates, precisamente porque triunfó su estrategia de que no hubiera debate, lo que vimos en el primer encuentro contra Biden, simplemente nos devolvió a un déjà vu televisivo de hace cuatro años: un desafortunado Biden, imposibilitado pese a todo el entrenamiento y empeño que puso en evitar no poder comunicar su mensaje, y un Trump pletórico que desdibujó todo atisbo de raciocinio político. Donald ganó el primer debate y, sin que vaya a haberlo, también ha ganado el segundo. Sin debate, Trump siempre gana.
Si alguien se piensa que este segundo debate iba a variar la forma de actuar -y uso este verbo con todo conocimiento– del inquilino de la Casa Blanca, está más que equivocado. Trump se ciñe a un guion que conoce muy bien y que sigue milimétricamente. Es su territorio y como el león en la sabana, no deja que nadie escape sin su marca. Es más, tras superar la COVID-19 su popularidad entre el republicanismo crece y ahora, como un semidiós, se presenta ante su público como un luchador, un guerrero nato, y un verdadero superviviente –y esto último seguro que lo es–. Sin tener que volver a callar a Biden, le ha ganado el debate al demócrata. Trump se ha llevado este (nonato) segundo debate a la calle, a los mítines presenciales multitudinarios en los que no hay ningún tipo de distanciamiento personal, a las tertulias televisivas, en las que durante las últimas semanas solo se hablaba de su enfermedad, y, sobre todo, a las redes sociales, donde uno de sus tuits genera tanto rechazo entre los demócratas como expectación entre los medios de comunicación de todo el mundo.
En definitiva, no ha habido segundo debate y da igual, porque tampoco lo iba a haber. Y no habrá tercer debate, porque Trump volverá a hacer de Trump, y Biden, muy a su pesar, hará de… bueno, de lo que quiera Trump que haga. Donald lleva cuatro debates presidenciales, y está más que curtido en el no-diálogo. Los estadounidenses ya lo saben y no esperan cambiar su voto, ni tampoco creen que los dos candidatos les convenzan de hacerlo. Sin debate, Trump siempre gana… y las elecciones también.