
I. Introducción: una rivalidad persistente
La implosión de la Unión Soviética en 1991 marcó un cambio de paradigma en las relaciones internacionales. Sin embargo, lejos de inaugurar una era de cooperación duradera, el fin de la Guerra Fría dio paso a una etapa marcada por una rivalidad persistente entre Rusia y Occidente, con Estados Unidos a la cabeza, transformada pero no resuelta.
En este contexto, los años que siguieron a la llegada de Vladimir Putin al poder (2000) mostraron una Rusia decidida a recuperar su influencia global, articulando su política exterior con una agenda interna centrada en la estabilidad, la soberanía y el restablecimiento del prestigio nacional e internacional. El análisis de Laure Delcour (2008) identificó los puntos clave de fricción con Occidente: Kosovo, el escudo antimisiles, la ampliación de la OTAN, el tratado FCE y el dossier iraní. Hoy, estos elementos deben releerse a la luz de los acontecimientos posteriores, que incluyen la guerra en Georgia (2008) y la anexión Abjasia y Osetia del Sur, la anexión de Crimea (2014), la invasión de Ucrania (2022) y el inexorable endurecimiento del régimen ruso hasta 2025.
II. Acto I: la década de la ilusión (1990-2000)
Durante los años 90, Occidente adoptó una estrategia de expansión institucional hacia Europa del Este, convencido de que la transición rusa conduciría eventualmente a una integración en el sistema liberal-democrático internacional. La tristemente famosa tesis de Francis Fukuyama en su obra El fin de la historia.
La ampliación de la OTAN fue interpretada en Moscú como un gesto hostil y revanchista, pese a las promesas verbales de no extender la Alianza hacia las antiguas repúblicas soviéticas, que ni los Estados Unidos ni nadie podía hacer en nombre de terceros. Los países del este de Europa decidieron soberanamente integrarse en la OTAN ante el riesgo evidente de agresión rusa, no solo invasión, la guerra híbrida multidimensional comenzó en los 90 y se ha ido endureciendo paulatinamente hasta hoy.
Este periodo sembró las bases del resentimiento ruso por agravios supuestos la mayoría, y reales, los menos. Las élites rusas percibieron la expansión atlántica como un intento de debilitar estratégicamente a Rusia en su espacio de influencia tradicional. Esta percepción, más emocional que racional, se consolidó como uno de los pilares del discurso nacionalista ruso, que se intensificaría en los años posteriores.
III. Acto II: el despertar del oso (2000-2008)
Con la llegada de Putin, la política exterior rusa adquirió un tono más firme. Laure Delcour (directora de investigación del Instituto de Relaciones Internacionales y Estratégicas de Francia) destaca que la posición rusa se endureció particularmente en torno a las siguientes cuestiones:
- Kosovo: Moscú se opuso enérgicamente a la independencia kosovar, no tanto por intereses estratégicos en los Balcanes, sino por el principio de integridad territorial, que temía ver debilitado en el contexto del separatismo interno (Cáucaso, Siberia).
- Escudo antimisiles: el proyecto estadounidense en Europa Central fue interpretado por Rusia como una amenaza directa a su capacidad de disuasión estratégica.
- Ampliación de la OTAN: la incorporación de Ucrania y Georgia a la esfera de la OTAN era vista como una línea roja geopolítica.
- Tratado FCE: Rusia denunció la aplicación asimétrica del Tratado sobre Fuerzas Convencionales en Europa.
- Programa nuclear iraní: la posición firme de los Estados Unidos (a pesar del fracasado acuerdo JSOC) contrastaba notablemente con la de Rusia, que adoptó una posición más pragmática, protegiendo su relación estratégica con Teherán.
IV. Acto III: la nueva Guerra Fría (2008-2025)
La guerra ruso-georgiana de 2008 representó una ruptura simbólica. La anexión ilegal de Abjasia y Osetia del Sur anticipó lo que vendría: una redefinición del orden internacional desde parámetros rusos.
La anexión de Crimea en 2014 y el conflicto en el Dombás en Ucrania profundizaron la fractura con Occidente.
La invasión a gran escala de Ucrania en 2022 reactivó la lógica de bloques y generó una nueva etapa en la rivalidad geoestratégica.
Durante este periodo, la política exterior rusa se convirtió también en una herramienta interna de legitimación del poder autoritario.
V. La dimensión interna de la rivalidad
La política exterior rusa se estructura desde las prioridades internas. La estabilidad del régimen y el control del territorio son prioritarios.
La retórica soberanista se ha convertido en un pilar ideológico, identificando la crítica externa como amenaza existencial.
Las “revoluciones de color” son vistas como operaciones de desestabilización extranjeras, y han reforzado la mentalidad de cerco.
VI. Continuidades estratégicas: de Delcour (2008) a la actualidad
Al comparar los puntos de fricción identificados por Delcour en 2008 con el presente, se observa que los elementos estructurantes no han cambiado, sino que se han intensificado.
La OTAN se reactiva como fuerza de contención; Rusia ha abandonado tratados como el FCE; y el vínculo con Irán sigue siendo estratégico.
Las tensiones actuales derivan de conflictos no resueltos desde la pos-Guerra Fría.
VII. El ADN de la animadversión: factores culturales e históricos
Una parte importante del conflicto actual se explica también en términos identitarios.
La narrativa rusa mezcla orgullo imperial, victimismo histórico y nostalgia por el poder y la gloria perdida.
El nacionalismo se articula con una visión geopolítica que rechaza el orden liberal liderado por Occidente.
VIII. Conclusión: ¿una salida posible?
La rivalidad entre Rusia y Occidente, con los Estados Unidos a la cabeza, no es coyuntural sino estructural. El empeño del presidente Trump por mejorar las relaciones con Putin puede darse de bruces con una tozuda y peligrosa realidad: Rusia y los rusos se encuentran más cómodos frente a Occidente que con Occidente.
No podemos negar que hubo errores occidentales, compromisos gaseosos imposibles de cumplir y hechos en nombre de terceros que temían a su antiguo opresor y que querían ingresar en la OTAN. No había que ser Metternich para prever que los Bálticos, Polonia y los antiguos miembros del pacto de Varsovia miembros o candidatos, entonces, al ingreso a la UE, acabarían integrándose en la OTAN. Nada de esto puede justificar la agresión rusa, su indisimulado expansionismo de Rusia y su empeño en librar la sorda y peligrosa guerra híbrida contra Occidente y si, siendo los Estados Unidos el primer objetivo de la misma y esto no ha cambiado con Trump, conviene no olvidarlo. Es imperiosamente necesario construir una nueva arquitectura de seguridad que combine firmeza y diálogo, sería esencial contar con los Estados Unidos, pero habrá que prepararse a emprender este camino solos si la locura de la división entre históricos aliados occidentales persiste y se acaba de resquebrajar la relación trasatlántica que ha sido el pilar esencial de la seguridad mundial desde 1945.