Víctima de la enfermedad de Parkinson, el pasado viernes 30 por la noche, a los 94 años, falleció en Houston (Texas) George Herbert Walker Bush, el hombre que, como cuadragésimo primer presidente de Estados Unidos y junto con el asesor de seguridad nacional Brent Scowcroft y el secretario de Estado James Baker, puso punto y final a la Guerra Fría cuando el imperio soviético se derrumbó, y derrotó a Sadam Hussein en la Guerra del Golfo.
Nacido en el seno de una familia patricia de Connecticut, representaba un republicanismo moderado y pragmático cuyos cuatro años de mandato (1989-1993) quedaron marcados por las turbulencias de la política exterior, que navegó con éxito y le concedieron altos niveles de popularidad. La crisis económica y su escaso carisma, que contrastaba con la arrolladora personalidad de su rival demócrata William «Bill» Jefferson Clinton, le impidieron salir reelegido. Su esposa, Barbara, con la que estuvo casado 73 años, había fallecido en abril. Tuvieron seis hijos, entre ellos un expresidente (George W. Bush) y un precandidato presidencial y gobernador de Florida (Jeb Bush).
Escarmentados por los abusos de los casacas rojas británicos, los revolucionarios independentistas americanos sentían una gran desconfianza por el ejército profesional, pero el paso del tiempo ha demostrado que los estadounidenses sienten una fuerte predilección por los uniformados cuando el martes correspondiente entre el 2 y el 8 de noviembre de cada año múltiplo de 4 acuden a depositar sus papeletas para la elección presidencial.
Desde George Washington a Dwight D. Eisenhower, pasando por Andrew Jackson, William Henry Harrison, Rutherford Birchard Hayes, Francis Pierce, Zachary Taylor, Uysses S. Grant o James Abram Garfield, las estrellas de general han servido para ocupar el 1600 de Pennsylvania Avenue. Otros, como John F. Kennedy, comandante de la PT-109 hundida en aguas del Pacífico durante la Segunda Guerra Mundial, o el senador y también candidato presidencial John McCain, fallecido hace tres meses, que permaneció cinco años cautivo del Vietcong, no alcanzaron el generalato, pero se distinguieron en el servicio militar. George H. W. Bush simboliza también ese tipo de político con el que le gusta identificarse al estadounidense medio: Un antiguo héroe de guerra cuyas decisiones, más o menos acertadas, superaban los cálculos de la lucha partidista.
Hijo de Prescott Sheldon Bush, un rico empresario del acero, amén de senador por Connecticut, ejecutivo bancario en Wall Street y miembro del establishment del distrito de Columbia que jugaba a golf con Dwight Eisenhower, a los 18 años, cuando el guión no escrito de su vida mandaba ir a Yale, George H. W. Bush, impresionado por el ataque japonés a Pearl Harbor en 1941, decidió alistarse en el Ejército y, tras convertirse en el piloto naval más joven de la Armada, combatió como piloto en la Segunda Guerra Mundial. Cayó derribado en 1944, pero un submarino lo rescató y pudo regresar con vida y condecorado como héroe de guerra. Entonces sí se graduó en Yale y se casó con Barbara, su novia desde la adolescencia, cuando él tenía 21 años y ella 20. Se mudaron a Texas y comenzó en el negocio del petróleo. Se convirtió en millonario a los 40 e ingresó como congresista en la Cámara de Representantes como republicano por Texas a los 43.
Después de haber ejercido como embajador ante las Naciones Unidas (1971-1973) durante la presidencia de Richard Nixon, y como director de la Agencia Central de Inteligencia (1976-1977) nombrado por Gerald Ford, se postuló sin éxito a la presidencia de los Estados Unidos en las primarias republicanas de 1980, aunque fue elegido por el ganador, Ronald Reagan, para ser el candidato a la vicepresidencia de los Estados Unidos, y ambos fueron elegidos como presidente y vicepresidente, respectivamente, en dos mandatos (1981-1989).
En octubre de 1987 Bush entró oficialmente en la carrera presidencial. Tras un mal comienzo en donde quedó tercero en el primer caucus, logró conseguir la nominación copiando la campaña agresiva de Reagan ocho años antes. Finalmente ganaría las elecciones de 1989 al demócrata Michael Dukakis, en una campaña dirigida por el temible Lee Atwater, que fue calificada como una de las más sucias de la carrera a la Casa Blanca, en la que Bush aprovechó la firme oposición de su rival a la pena capital para atacarle. También fue importante su promesa de no aumentar los impuestos, que enfatizó con la frase «lean mis labios: no más impuestos».
Cuando Bush dejó el cargo en 1993, se unió al poco envidiable club de presidentes rechazados por los votantes después de un solo mandato, del que formaban parte sus predecesores Jimmy Carter y Gerald Ford. Bush perdió ante Clinton después de no poder deshacerse de su imagen de yanqui almidonado ajeno a las luchas de los estadounidenses de clase media por salir adelante durante una crisis económica. Después de perder la Casa Blanca, Bush se convirtió en un anciano político admirado que saltaba en paracaídas para celebrar sus cumpleaños. Su muerte se produce después de que su querida esposa, Barbara, falleciera el 17 de abril a la edad de 92 años. Antes de su funeral, Bush fue fotografiado en una silla de ruedas mirando el ataúd cubierto de flores de su esposa, en un momento que resumió su feliz vida matrimonial.
Como presidente, George H.W. Bush encarnó un valor que parece estar desapareciendo de la vida política de la Administración Trump: el servicio público. Les gustara o no su política, la mayoría de los políticos que trabajaron con Bush o frente a Bush valoraron su profundo compromiso con el Gobierno. Era parte de una generación de políticos estadounidenses para los que trabajar para la Administración era una virtud, no el vicio de conseguir el poder por el poder.
Más allá de las políticas o la política, este hombre creía firmemente en la virtud de servir al Gobierno. Era un funcionario público hasta la médula en unos momentos dominados por el neoliberalismo en los que su propio partido con Newt Gingrich a la cabeza, intentaba descalificar al Gobierno tachándolo de ineficiente cuando no de corrupto. Reagan llamaba al Gobierno el problema, no la solución, pero su vicepresidente hizo del Gobierno su referencia política. Creía de todo corazón en el poder de los líderes políticos para ayudar a llevar a la nación y al mundo en medio de los grandes cambios finiseculares.
Hoy, en pleno trumpismo, Estados Unidos necesita más del espíritu que encarnaron otros republicanos como Abraham Lincoln, Dwight D. Eisenhower o George H. W. Bush. Vivimos en un momento de la historia en el que los valores que representa el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo parecen haber sido desechados por un presidente que se burla de las instituciones que (des)gobierna.
La triste despedida de George H. W.Bush es un buen momento para brindar por personas como él, republicanos o demócratas, que entienden que lo que sucede en Washington desempeña un papel importante en la calidad de nuestras vidas.