Estados Unidos es un auténtico banco de pruebas para la compatibilidad entre la fe y la democracia liberal, una relación de la que no salen necesariamente bien parados.
En el caso del catolicismo, su historia comienza con el nacimiento de EE. UU. Así, tres Padres Fundadores eran católicos: Charles Carroll, que firmó la Declaración de Independencia en 1776 y que participó en la Convención de Filadelfia donde se redactó la Carta Magna. Los otros dos fueron Thomas Fitzsimmons y Daniel Carroll, signatarios de la Constitución de 1787.
A principios del siglo XIX, la comunidad católica apenas llegaba al 1 % del total de habitantes, pero crecía con rapidez por la inmigración (irlandeses, bávaros…), la evangelización del medio oeste y los territorios arrebatados a México en la guerra de 1846-1848, de mayoría católica.
Con el paso del tiempo, el catolicismo norteamericano se fortaleció y, poco a poco, los católicos se extendieron en el tejido industrial (estibadores, minería, ferrocarriles, metalurgia…) hasta controlar algunos sindicatos, paso previo a su desembarco en la política. Esto ocurrió a finales del XIX, tres millones de católicos (12 % de la población) vivían en Estados Unidos. La igualdad legal y la libertad religiosa favorecieron un crecimiento que contrastaba con lo que ocurría en Europa debido a las políticas secularizadoras y el marxismo.
Ya en el siglo XX, los católicos comenzaron a decantar algunas elecciones, sobre todo, municipales. Una de las más célebres, a la alcaldía de Boston en 1906, donde ganó el demócrata John Fitzgerald, futuro abuelo materno de John Fitzgerald Kennedy.
Entre 1900 y 1920, los demócratas obtuvieron más apoyo de la clase media y baja, reforzados además por la gran oleada inmigratoria procedente de Italia, Polonia y Europa central. Gracias a ellos, el católico Al Smith se convirtió en gobernador del estado de Nueva York y primer candidato de esa religión a la presidencia. Aunque perdió, ayudó a Franklin D. Roosevelt a ser presidente, labor en la que también destacó otro católico, James Farley, director de las campañas electorales de Roosevelt en 1932 y 1936.
Después de la Segunda Guerra Mundial, tanto Truman como Eisenhower demostraron poco interés por la cuestión religiosa. Sin embargo, la Guerra Fría estaba en plena expansión y la ayuda de la Iglesia católica —entonces, con Pío XII al frente— podía ser un aliado importante en Europa. Esta práctica se mantuvo en las décadas centrales del siglo. En particular, durante la presidencia de John Kennedy, el primer católico en dirigir Estados Unidos.
Durante su mandato comenzó el Concilio Vaticano II (1962-1965), un intento de adaptación al mundo moderno, pero también el abandono de su magisterio secular. Es entonces cuando deja de existir un «voto católico» y comienzan a aparecer muchos «votos católicos» distintos. Socialmente, el catolicismo representaba entonces una quinta parte del electorado, pero estaba enfrentado entre sí por temas como el control de natalidad, el aborto o el divorcio. La elección de Juan Pablo II en 1978 reforzó la posición de los católicos conservadores por su oposición al comunismo y por su sintonía con Ronald Reagan, que simpatizaba con el catolicismo tradicional por su defensa del orden y de la familia.
Entre los años ochenta y noventa, los republicanos fueron consiguiendo casi el mismo número de votos católicos que los demócratas, hasta que George W. Bush superó al católico liberal John Kerry llevándose un 52 % del voto católico.
Ya en el siglo XXI, 48 millones de católicos (el 22 % del electorado) votaron en 2008. Lo hicieron mayoritariamente por Obama, que venció en 9 de los 10 estados de mayoría católica con un programa abiertamente liberal en cuestiones morales. En las elecciones de 2016 y 2020, el voto católico se dividió de nuevo, pero con ventaja para Trump en ambos comicios. Significativamente, el vuelco se debió a la nueva agenda republicana, abiertamente pro-vida y alejada del modelo social demócrata, centrado en las minorías urbanas y alejado de los trabajadores de raza blanca.
Joe Biden, por último, también perdió el voto católico ante Trump (50 %-48%). Por goleada entre los católicos blancos (42 %-57 %) lastrado por su posición pro-aborto y la promesa de incremento del gasto público (en empleo, sanidad e infraestructuras). La otra cara de la moneda fueron los hispanos, ya que el 67 % respaldó a Biden y el 32 %, a Trump.
David Gibson, de la Universidad de Fordham, considera que los resultados de 2020 mostraron una Iglesia católica tan dividida como la propia nación, pero no por la fe, sino por la raza y el origen étnico. Por tanto, pasarán décadas antes de que los diferentes «votos católicos» vuelvan a ser un bloque uniforme. Si es que ocurre, cosa altamente improbable.
A estas alturas, ni EE. UU. ni la Iglesia católica pueden presumir de unidad y eso, tanto política como en religión, se paga.
Escrito por Ignacio Uría, profesor contratado doctor de la Universidad de Alcalá. Doctor por la Universidad de Navarra. Visiting Researcher en Georgetown University (2009-2011). Senior Associate Researcher del Cuban Studies Insititute (Miami)