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Entre Prometeo y Muerte: la eterna duda de Robert Oppenheimer

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Después de Hiroshima, el brillante y enigmático físico teórico Julius Robert Oppenheimer se convirtió en el científico más famoso de su generación, un icono del hombre moderno que enfrenta las consecuencias del progreso científico. Formuló una propuesta radical para crear controles internacionales sobre los materiales atómicos, se opuso al desarrollo de la bomba de hidrógeno y criticó los planes del Pentágono para librar una guerra nuclear.

Aunque confesó no estar interesado en la política, Oppenheimer apoyó abiertamente ideas socialmente progresistas. Le preocupaba el surgimiento del antisemitismo (él mismo era judío) y del fascismo (por eso apoyó económicamente a los republicanos españoles). Su pareja, Kitty Puening, era una radical de izquierdas y su círculo social incluía a miembros y activistas del Partido Comunista. Posteriormente, estas relaciones lo señalaron como un compañero de viaje de los comunistas, aunque él siempre negó su militancia, algo que nadie logró probar incluso durante la caza de brujas desatada por el macartismo.

Las inclinaciones políticas de Oppenheimer no impidieron que fuera reclutado en 1942 para dirigir la parte científica del Proyecto Manhattan en una instalación ultrasecreta levantada de la nada en Los Álamos, Nuevo México, en la que trabajaron seis mil personas, incluyendo diez premios Nobel. Tres años antes, Albert Einstein había escrito una carta al presidente Franklin D. Roosevelt advirtiendo que los avances en la fisión nuclear prometían «bombas extremadamente poderosas de un tipo desconocido». En 1942 comenzó la carrera para descubrir cómo fabricar una bomba atómica antes de que lo hicieran los nazis.

A partir de 1946, documentales, miniseries de televisión, obras de teatro, libros, novelas gráficas, docudramas e incluso una ópera, han explorado su vida, su obra y su legado, pero, como puede leerse en su biografía, durante los últimos veinte años de su vida gran parte de su compleja personalidad se redujo a una sola imagen: un hombre hundido, un genio roto perseguido por su propia invención, que en un documental de la NBC de 1965 citó una frase del Bhagavad Gita hindú: «Ahora me he convertido en Muerte, el destructor de mundos».

El pasado 21 de julio se estrenó Oppenheimer de Christopher Nolan, un thriller cautivador y aterrador por momentos, y el primer largometraje que aborda la totalidad de la vida del científico y brinda la oportunidad de volver a visitar a este hombre carismático y contradictorio, una de las figuras públicas más fascinantes del siglo XX, al que se suele colocar junto a Albert Einstein, Niels Bohr y Richard Feynman como el físico más famoso de ese siglo.

A diferencia de otras recreaciones cinematográficas o teatrales, la película de Nolan no rehúye las cuestiones morales de la bomba. Por eso, aunque quien no sepa nada sobre él pueda pensar que va a ver una película sobre el padre de la bomba atómica, se encontrará con una figura un tanto esquizofrénica que se enfrentó a la carrera nuclear que, inevitablemente, iba a desatar el artefacto destructivo que él mismo había creado.

El 6 de agosto de 1945, el Enola Gay dejó caer a Little Boy, la primera bomba atómica lanzada sobre suelo japonés, en Hiroshima. Tres días después, y casi por casualidad, otro bombardero, el Bockscar, arrojó la segunda, Fat Man, en Nagasaki. El 15 de agosto, el emperador Hirohito anunció la rendición de Japón.

Inmediatamente, comenzaron dos relatos opuestos que pueden concretarse en sendos artículos periodísticos. Tres semanas después de que, en agosto de 1946, Oppenheimer apareciera por primera vez en la pantalla cinematográfica en el documental Atomic Power, John Hersey publicó en The New Yorker el artículo Hiroshima, que enfrentó por primera vez la conciencia de muchos estadounidenses a los horrores de la bomba. Para entonces, Oppenheimer ya estaba arrepentido. En octubre de 1945, le había dicho al presidente Truman: «Señor presidente, tengo las manos manchadas de sangre». La opinión pública también comenzaba a cambiar.

Temeroso de perder la batalla en los libros de historia, Truman obligó al exsecretario de Guerra Henry Stimson a defender el uso de la bomba en un artículo publicado en febrero de 1947 en la revista Harper’s. El artículo presenta la decisión de usar la bomba como algo moralmente muy meditado. Introdujo el argumento, repetido como un mantra desde entonces, de que la bomba evitó una invasión terrestre aliada de Japón que habría costado «más de un millón de bajas, contando solo las de las fuerzas estadounidenses».

El artículo significó la versión histórica para la mayoría de los estadounidenses de esa generación, pero no para otros muchos como Oppenheimer, que comenzó a manifestarse públicamente sobre los peligros de la guerra atómica, incluso mientras continuaba siendo asesor de armas nucleares para el Gobierno.

En un discurso pronunciado en Filadelfia, dijo que «según todos los estándares del mundo en el que crecimos la bomba era algo diabólico». En otra conferencia comparó la capacidad nuclear de Estados Unidos y de la URSS con «dos escorpiones en una botella, cada uno capaz de matar al otro, pero solo a riesgo de su propia vida». Oppenheimer no dejó de abogar por la libertad en la búsqueda del conocimiento. Realizó giras internacionales con charlas sobre el papel de la libertad académica sin restricciones por consideraciones políticas.

En la histeria desatada por la caza de brujas de Joseph McCarthy, las ideas antibelicistas de Oppenheimer fueron anatema para los poderosos defensores de una acumulación nuclear masiva que, impulsados por Lewis Strauss (interpretado por un magnífico Robert Downey Jr.), manipularon entre bastidores para que una comisión ad hoc concluyera en mayo de 1954 con la revocación de su autorización como científico que tenía acceso a la documentación ultrasecreta relacionada con la seguridad nacional.

La relación de Oppenheimer con el Gobierno se dio oficialmente por finalizada. Regresó a Princeton, donde había sido director del Instituto de Estudios Avanzados desde 1947 y continuó siéndolo hasta poco antes de su muerte por cáncer en febrero de 1967.

Cristopher Nolan ha hecho mucho por la memoria histórica. Su película, compleja y con alma, llega en un momento en el que, debido a la invasión de Ucrania, el optimismo sobre el desarme está dando paso a hablar de un nuevo apocalipsis nuclear, un horror que Oppenheimer apadrinó y que nunca desaparecerá. Pocos líderes mundiales de hoy tienen experiencia directa con los horrores de las bombas nucleares y muchos jóvenes ignoran los hechos básicos sobre la Segunda Guerra Mundial.

Por eso, quizás nuestro alejamiento del tiempo que le tocó vivir a Oppenheimer desde que nació en Nueva York en 1904 hasta su fallecimiento a los 63 años, también representa una oportunidad para que el público pueda enfrentarse más abiertamente a diferentes interpretaciones de la historia atómica. Esa no es una tarea fácil.

Como el propio Oppenheimer le dijo a un entrevistador en 1948: «No tiene idea de lo repugnante que es repasar mi vida. Es imposible ser completamente sincero. Es un arte y requiere técnica, y hay que aprenderla. Si has vivido una vida que no es libre y abierta con la gente, es casi imposible desenredar el hilo».

Prometeo desafió a los dioses robándoles el energético fuego para entregarlo a los humanos. Como castigo permaneció eternamente amarrado a una roca. Oppenheimer entregó la energía atómica y fue condenado a un conflicto interior que lo acompañaría hasta su muerte.

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