Premios Óscar 2024: Sujetos poshumanos en la alfombra roja

Snowcovered high mountain Cordilleras

A las puertas de la 96ª edición de los Premios Óscar, podemos sacar una conclusión clara respecto a la última temporada cinematográfica: se acentúa una progresiva —y, admitámoslo, aburrida— uniformidad de criterios que ha llevado a la desaparición de la distancia que algún día existió entre un cine arriesgado (llámese de autor, de festival, o kamikaze) y otro de masas pero con cierto prestigio social (a la manera de lo que en el ámbito español Jordi Costa denomina “gusto socialdemócrata”). Dejando a un lado este lamento, encontramos entre las nominaciones cintas que de manera más o menos consciente nos invitan a considerar un tema clave de nuestro tiempo: los límites de la identidad y del ser humano en una época de convergencia entre yo y el otro, entre tecnología y naturaleza, entre lo físico y lo virtual. En esta conversación poshumana entran de lleno las dos representantes españolas en el Dolby Theater, Robot Dreams y La sociedad de la nieve.

Robot Dreams

Hip hop y música disco, paseos por Central Park, las Torres Gemelas… Robot Dreams es, ante todo, la nostálgica carta de amor que Pablo Berger envía a su yo del pasado, ese que vivió parte de su juventud en el Nueva York de los años 80. Si el protagonista resulta ser una versión canina del Jack Lemmon de El apartamento, su particular Shirley MacLaine adopta aquí la forma de un robot comprado por catálogo para paliar la soledad del habitante de la gran urbe. El resultado es una relación luminosa y entrañable cuya representación se permite bordear lo “cuqui”. Robot Dreams propone una experiencia tan cálida y bienintencionada que durante muchos minutos nos hace olvidar lo que subyace en la supuesta complicidad entre los personajes.

De manera poco disimulada, el robot está al servicio del perro, y este, como el resto de animales que pueblan la película, son en última instancia representaciones del humano. Qué mejor manera de demostrarlo que la conspicua ausencia del Homo sapiens entre el exhaustivo catálogo de seres que pululan por las calles neoyorquinas. La mirada del robot, como la del animal, nos invita a mirarnos a nosotros mismos, cuestiona nuestra humanidad. Como espectador de la película, el perro soy yo, el robot es mi otro (al mismo tiempo mi compañero, mi mascota, mi posesión y mi fantasía), y es sobre ese otro (hasta cierto punto intercambiable, como parece sugerirse en el último tercio de metraje) que recaen la gestión de los cuidados y el trabajo emocional de dar sentido a la vida alienada de la sociedad moderna.

La sociedad de la nieve

Incomunicados y sin apenas víveres, los 29 supervivientes de un accidente aéreo se debaten entre esperar y actuar, hasta que comprenden lo que en tales circunstancias la supuesta agencia y supremacía del sujeto humano tiene de discurso vacío. Todo lo que acontece en La sociedad de la nieve resulta inseparable del lugar donde se suceden los hechos, un glaciar soleado y claustrofóbico, en el que la temporalidad de la montaña se impone a la de los supervivientes. Frente a los textos en pantalla que nos recuerdan el ritmo de los humanos (“Día 1”, “Día 36” …), el tiempo profundo del deshielo pasa a representar la única esperanza de salvación. Pero no es este un bien que se pueda poseer o utilizar a antojo, o para el que existan atajos. Para sobrevivir, se ha de acompasar la rutina de hombres y mujeres al tiempo geológico de la naturaleza.

Bayona usa la archiconocida tragedia de los Andes como pretexto para explorar una noción de espiritualidad no adscrita a credos concretos. Para los convalecientes, la bondad y el trabajo de sus compañeros —ya consista en curar heridas, tratar de reparar una radio o convertir cuerpos sin vida en alimento— representa la auténtica divinidad. La fe recae entonces en la dignidad humana, un valor que parece resaltarse para justificar esa práctica tabú que se mira solo por el rabillo del ojo. Una práctica, por cierto, que se une a la voz narradora que nos habla desde el más allá para recordarnos que la vida y la muerte, más que experiencias antagónicas, forman parte de un gran continuo.

Las favoritas

Precisamente ese continuo vida-muerte vertebra dos de las películas que centrarán la atención de la gala de los Óscar: Pobres criaturas y Barbie. Convertidas en fenómenos de la temporada, no les resultará fácil imponerse a pesos pesados de la industria como Martin Scorsese y Christopher Nolan, ni al prestigio autorial de las multipremiadas Anatomía de una caída y La zona de interés. Pero, oscarizadas o no, nos han ofrecido con sus protagonistas, Bella Baxter y Barbie Estereotípica, inesperados modelos de cómo escapar a un destino como mera proyección de fantasías masculinas. Bella y Barbie desestabilizan en su camino vital y vitalista los otrora sagrados límites entre el cuerpo y la mente, entre el objeto y el sujeto, entre el plástico y la carne.

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