A pesar de los diversos acuerdos entre Joe Biden y Andrés Manuel López Obrador (AMLO), el drama migratorio entre México y Estados Unidos sigue en aumento, sin nadie que se muestre capaz de afrontar y comprender un trasvase humano que, bien gestionado y mejor interpretado, podría proyectar luz tanto sobre las causas del fenómeno, como sobre las oportunidades diplomáticas, económicas y laborales (también para la industria) que sería capaz de generar en ambos países, incluso frente al envejecimiento demográfico que ya sufren dentro de sus territorios tanto México como Estados Unidos.
Por eso es tan importante saber qué planes en materia migratoria proponen no solo quienes aspiran a ocupar el Despacho Oval a partir de este 2024 tras las elecciones del próximo 5 de noviembre, sino también la oficialista de izquierdas Claudia Sheinbaum, vencedora en los comicios presidenciales de México celebrados el pasado 2 de junio. Conviene no olvidar que dos de los principales problemas que sufre México son las desigualdades sociales y los elevados índices de pobreza en la mayoría de sus 31+1 Estados. Durante la campaña, Sheinbaum remarcó su decisión de continuar el proyecto 4T (Cuarta Transformación) de AMLO. Lo que ella denomina “el segundo piso” de dicha transformación tratará de incidir en una distribución más equitativa de los ingresos y las riquezas, y en la reducción de la pobreza; una cuestión directamente relacionada con los flujos migratorios hacia Estados Unidos.
La futura nueva inquilina del Palacio Nacional deberá afrontar tanto los trasvases humanos internos de México, como las caravanas procedentes del Triángulo del Norte (Guatemala, Honduras y El Salvador) y de tantos otros países vecinos (como Colombia, Nicaragua, etc.) que atraviesan el país hacia EE. UU. Además, la Administración Biden-Harris abre ahora la posibilidad de cerrar la frontera con México de manera total por periodos de 14 días si se produce un aumento desproporcionado de los cruces fronterizos irregulares. Esto supone una nueva medida de presión para el Gobierno mexicano, pues todas las personas que no puedan entrar en EE. UU. conformarán una “población flotante” en condiciones infrahumanas y susceptibles de ser incluso captadas por los cárteles de la droga para sus fines espurios.
El departamento de Estado reconoce incluso que el narco puede encontrar en esos migrantes una fuente adicional de ingresos a través de posibles secuestros y la consiguiente extorsión a sus familias a modo de rescates. Incluso se sabe que los narcotraficantes están favoreciendo las caravanas de migrantes para que la policía las fiscalice al tiempo que desatiende otras rutas abiertas destinadas al tráfico de drogas. Así, en los primeros seis meses de este año, medio centenar de “coyotes” (traficantes de inmigrantes) fueron detenidos también en relación a los cárteles de la droga, y hasta han aumentado los controles sobre los trenes de mercancías. En total, la cancillería mexicana habla de incrementar en más de 100.000 soldados las fuerzas de seguridad destinadas a “blindar” la frontera con Centroamérica; con el riesgo de que este desvío de personal debilite otras cuitas igual de importantes en el país, como la violencia, la inseguridad ciudadana, el robo de combustibles, o el tráfico de armas y fentanilo.
Ahora, en plena carrera presidencial, tanto Donald Trump como Joe Biden recurren una y otra vez a una problemática para la que ninguno de ellos aparenta encontrar una solución justa y razonable. Hasta tal punto esto es así que incluso el pasado martes 4 de junio el presidente Biden decidió endurecer su política migratoria firmando una orden ejecutiva destinada a acelerar las expulsiones y limitar las entradas al país a 2.500 personas al día. Es decir, trata de frenar a los solicitantes de asilo “ilegales” a través de la frontera con México. Eso sí, esta polémica orden, que se ampara en la sección 212(f) y 215(a) de la Ley de Inmigración y Nacionalidad (INA), al menos no afectará a menores no acompañados, a migrantes enfermos, a quienes hayan sufrido tortura o persecución, o a los que ya hubiesen cursado la solicitud con anterioridad.
Es cierto que el número de migrantes ha alcanzado cifras récord, pues entre diciembre y mayo las entradas han sido tan elevadas que el total de detenciones llevadas a cabo por la Patrulla Fronteriza, según los funcionarios de departamento de Seguridad Nacional (DHS), ha variado entre 10.000 y 4.000 al día, como si la pretendida reforma migratoria anunciada en 2020 por Biden hubiese generado un “efecto llamada”. El propio DHS reconoce que está ejecutando “más vuelos de repatriación por semana que nunca antes”, y que solo “en el año transcurrido ha expulsado o retornado a más de 750.000 personas, más que en cualquier otro año fiscal desde 2010”. Con todo, este giro en las políticas migratorias de la Casa Blanca, que se topará con la batalla judicial que emprenderá la Unión Americana de Libertades Civiles (ACLU), ha caído como un jarro de agua fría entre los demócratas, quienes se muestran divididos ante una fórmula que, más que innovadora, imita, si no empeora, los fallidos preceptos antiinmigración diseñados en 2018 por su ahora rival Trump.
Las leyes fronterizas entre Estados Unidos y México son complejas y abarcan diversos aspectos relacionados con la migración, el comercio, la seguridad y la cooperación bilateral. Además de la nueva orden ejecutiva de Biden y la mencionada Ley de Inmigración y Nacionalidad (INA), que aspira a regular la inmigración y establecer las bases para la admisión, permanencia y expulsión de inmigrantes, en 2019 se implementó el denominado Programa de Protección al Migrante (MPP), conocido bajo el lema “Quédate en México”. Este protocolo favorece que un buen número de solicitantes de asilo esperen en México mientras se resuelven sus casos en Estados Unidos. Pero su aplicación ha sido motivo de polémica y disparidad de interpretaciones a lo largo de los últimos años.
Lo cierto es que, como afirma el departamento de Estado en su Hoja Informativa del 4 de junio, el presidente Biden “ha desplegado el mayor número de agentes y oficiales para hacer frente a la situación en la frontera sur”, y da cuenta de las restricciones de visado a directivos de varias empresas de transporte colombianas que “se benefician del tráfico de migrantes por mar”, y a varios cientos de miembros del Gobierno nicaragüense, a actores no gubernamentales y a familiares directos “por su papel de apoyo a un régimen de Ortega-Murillo que está vendiendo visados de tránsito a migrantes de dentro y fuera del Hemisferio Occidental” que después repercuten en la presión sobre la frontera sur. Los departamentos de Estado y de Justicia incluso han activado una iniciativa de “recompensas contra el tráfico de personas” (“Anti-Smuggling Rewards”), cuyo fin es acabar con la cúpula de las organizaciones dedicadas al tráfico de personas que tratan de introducir migrantes “a través de América Central y la frontera sur”. Incluso el departamento de Seguridad Nacional ha enviado más fiscales y funcionarios para servir de apoyo a la labor realizada por numerosas fiscalías federales.
Ahora, con la incertidumbre que emana de los comicios presidenciales estadounidenses y la nueva Administración mexicana, el drama migratorio y los problemas fronterizos entre ambos territorios adquieren una nueva dimensión que, por el momento, nadie sabe cómo gestionar ni solventar en beneficio de ambas naciones y, por extensión, de sus países vecinos.