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El regreso de Obama

Press conference podium surrounded by media microphones

En poco más de un mes, los demócratas han demostrado rasgos por los que no son precisamente conocidos: disciplina, consenso, unidad. De una forma sorprendente, desde el 21 de julio, el partido ha superado una crisis interna con pocos precedentes, y se ha librado de un candidato que ha ganado todas las primarias y que además tiene la ventaja de ocupar la Casa Blanca. Contra todo pronóstico, una vicepresidenta profundamente impopular se ha reinventado para convertirse en la gran esperanza, la última, de impedir el regreso de Donald Trump a la presidencia.

Tras toda esta operación hay un nombre que, para bien o para mal, ha marcado la política estadounidense de los pasados 15 años: Barack Hussein Obama.

Aquí en Washington a pocos se les escapa el poco afecto que el presidente Joe Biden y su familia muestran hacia el que fue su jefe durante ocho años, de 2009 a 2017. Culpan los Biden a Obama de no haber intervenido para acallar las dudas sobre el estado físico y cognitivo del presidente, que el 20 de noviembre cumple 82 años. Para el hoy presidente, llueve sobre mojado: en 2015 Obama le convenció de que no se presentara para dejar paso a Hillary Clinton, a la que el propio Obama le arrebató la candidatura demócrata en 2008.

El argumento del presidente era que en 2016 podía haber vencido a Trump, como hizo en 2020 y se disponía a repetir en 2024. Trump ascendió haciendo oposición a Obama, negando que fuera un presidente legítimo, forzándole a hacer público su certificado de nacimiento. Biden ofrecía —y ha dado— el populismo nacionalista de Trump, sin las estridencias.

Ante las críticas a Biden, Obama calló. Y las acciones del que fue su equipo fueron incluso más elocuentes que el silencio del expresidente. Sus principales estrategas y asesores en la Casa Blanca —David Axelrod, Jon Favreau, Jon Lovett— fueron los primeros en pedir la marcha de Biden tras su calamitosa intervención en el debate con Trump del 27 de junio. Lo hicieron de forma pública, hasta enardecida, en intervenciones televisivas, entrevistas radiofónicas y mensajes en redes sociales.

En julio, el Partido Demócrata parecía condenado a un fracaso irremediable: un presidente impopular, incapaz de dar tranquilidad a nadie, que pretendía estar en la Casa Blanca hasta los 86. Los sondeos vaticinaban una debacle, Donald Trump ya hacía cábalas repartiendo secretarías y embajadas, impulsado por la simpatía generada por el fallido intento de asesinato.

En una de sus últimas entrevistas como candidato, el 15 de julio, con Lester Holt de la NBC, Biden admitió que no hablaba con Obama desde hacía semanas. Su equipo apenas ocultaba su disgusto con el equipo de Obama. Otra vieja aliada de este, la presidenta emérita de la Cámara de Representantes, Nancy Pelosi, entró en acción: advirtió de que o bien Biden mostraba encuestas que le dieran ganador, o bien, en un goteo incesante, diputado demócrata tras diputado demócrata, irían pidiendo públicamente su marcha antes del congreso del partido que tendría lugar entre el 19 y el 22 de agosto. Una humillación.

Así fue. Tras el repudio de una veintena de diputados, Biden cedió. El 21 de julio anunció por una carta publicada en redes sociales que se iba. Quince minutos después apoyó explícitamente a su vicepresidenta, Kamala Harris, como candidata. Mucho se habló en los días posteriores del silencio de Obama. Washington, tan dado a los rumores, hervía con todo tipo de conspiraciones, incluida la de que Michelle Obama, la que fue primera dama, preparaba dar el paso. Interpretaban un distanciamiento de Harris.

Habladurías. En realidad, Harris y Obama se conocen desde hace muchos años y son amigos. Los dos comparten una historia similar: nacidos de inmigrantes —él, padre keniano; ella, madre india y padre jamaicano—, crecidos en barrios afroamericanos, con nombres poco comunes; formados en derecho; tenidos por centristas en su partido.

En 2013, de hecho, participaron en un acto conjunto y él, entonces presidente, bromeó con que ella era la fiscal general (ostentaba el cargo en California) más “sexy” del país. Era una de las típicas pullas algo patosas de Obama, que quería burlarse de su propio fiscal general, Eric Holder. Tuvo que pedir perdón, ante las críticas por machismo.

Obama solo esperó un poco para solidificar el apoyo a Harris antes del congreso del partido. Cuando este congreso comenzó, Harris ya era candidata oficial, al haber conseguido el apoyo de los delegados necesarios, sin batallas intestinas.

Y hoy, la campaña de Harris es la campaña de Obama. Ella se ha quedado con el esqueleto del equipo de Biden, pero se ha traído a los pesos pesados de la era Obama, en especial a David Plouffe, el arquitecto de las victorias electorales de este. Hoy, la campaña de Kamala Harris se conduce con mensajes de esperanza, concordia, optimismo.

La propia vicepresidenta es consciente de lo bien que le vienen las comparaciones, y despidió el mes de agosto con un guiño a su partido. Hace 10 años Obama armó un pequeño escándalo en la Casa Blanca por atreverse a llevar un traje de color beige, algo entonces considerado riesgoso en términos de estilo. Este año, Harris hizo lo propio, y se puso un traje chaqueta del mismo color. El expresidente respondió con una frase tomada de los memes de internet: “Así empezó / Así va ahora”.

En estos arrumacos, el hoy presidente no entra. Aliviado del peso de tener que estar demostrando a todo el mundo, todo el tiempo, que no está tan mayor como parece, Biden se ha dedicado a desconectar algo más de lo habitual y coger fuerzas para los últimos cinco meses de su presidencia.

En el congreso del partido quedó relegado a la primera noche, poco lucida, y su discurso sufrió además una gran demora por interrupciones en la programación. Su papel, ha admitido, es el de presidente, del cual su vicepresidenta debe distanciarse en campaña para poder prometer cambio. Es decir, que las cosas cambien para seguir siendo lo que son.

 


Escrito por David Alandete (@alandete), corresponsal en la Casa Blanca del Diario ABC. Antes fue director adjunto del diario El País y su corresponsal en Oriente Próximo. Estudió un máster en Relaciones Internacionales en la universidad de George Washington con una beca Fulbright. 

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